lunes, 10 de febrero de 2014

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ, BOTELLA AL MAR PARA EL DIOS DE LA PALABRA

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

Gabriel José de la Concordia García Márquez, mejor conocido como Gabriel García Márquez, es un escritor, novelista, cuentista, guionista y periodista colombiano. 

En 1982 recibió el Premio Nobel de Literatura.

Gabriel García Márquez es uno de los autores del Boom de la novela hispanoamericana y sus obras han sido relacionadas con el llamado Realismo mágico.
Su novela más conocida, Cien años de soledad, está considerada como una de las más representativas de esa tendencia literaria.

Escrita durante su exilio en la Ciudad de México, Cien años de soledad, tiene un estilo que recibe la influencia del famoso escritor estadounidense William Faulkner.


García Márquez, fallecido en abril de 2014,  trabajó en los útimos años de su vida una obra que se debía llamar En agosto nos vemos
Se trata de un libro que escribió hace algunos años, poco después de Memorias de mis putas tristes, pero que ha corregido casi de forma obsesiva. 


La leyenda cuenta que Gabo escribió hasta seis finales y que, una vez terminada, la guardó en un cajón para que fuera publicada una vez fallecido.

I CONGRESO INTERNACIONAL DE LA LENGUA ESPAÑOLA
La Secretaría de Educación Pública de México y el Instituto Cervantes de España organizaron en el año 1997 el I Congreso Internacional de la Lengua Española en la ciudad mexicana de Zacatecas.
A ese encuentro  asistieron, entre otros, los tres premios Nobel de Literatura de habla española que en aquel momento estaban vivos: Octavio Paz, Gabriel García Márquez y Camilo José Cela.
Las ponencias del congreso se articularon en torno a seis grandes áreas: "el libro", "la prensa", "la radio", "la televisión", "el cine" y "las nuevas tecnologías". 

García Márquez pronunció un polémico y famoso discurso de inauguración ante el I Congreso Internacional de la Lengua Española en  Zacatecas.
En este discurso, titulado Botella al mar para el dios de las palabras, García Márquez pide una revisión de la ortografía de la lengua española.
Aquí puedes leer el texto completo:

BOTELLA AL MAR PARA EL DIOS DE LAS PALABRAS



A mis 12 años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: «¡Cuidado!»


El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: «¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?» Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor que tenían un dios especial para las palabras.


Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor. No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber cómo se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.

La lengua española tiene que prepararse para un oficio grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de 19 millones de kilómetros cuadrados y 400 millones de hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la atención que el verbo pasar tenga 54 significados, mientras en la República de Ecuador tienen 105 nombres para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aún no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero dijo: «Parece un faro». Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazó un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es «la color» de los enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cerveza que sabe a beso?

Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempo no cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo venturo como Pedro por su casa. En ese sentido me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los qués endémicos, el dequeísmo parasitario, y devuélvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revólver con revolver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?

Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que le lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis 12 años.

Botella al mar para el dios de las palabras
Gabriel García Márquez


Discurso ante el I Congreso Internacional
de la Lengua Española en Zacatecas
El dios maya Itzamná



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